Reflexiones desde el estrado: cuál es el límite?

22/11/2015
by rebeca.soignie

Hoy os ofrezco una reflexión desde el estrado, no por ser un sitio que nos dé una perspectiva jerárquica a quienes nos dedicamos a la formación y a la educación, sino porque muchas veces, esa posición privilegiada del individuo mirando al colectivo, nos da mucha información.

Yo no me subo a un estrado cada día, como hacen muchas de las personas que se dedican a la docencia, y, sinceramente, mi relación con estos grupos es siempre desde la cara amable de contarles algo que, potencialmente, les va a llamar la atención (y que posiblemente está quitando tiempo a una asignatura más aburrida o a un/a profesor/a menos llevader@).

Estos pequeños aperitivos grupales, en los que mi mochila personal de experiencias vitales y su mochila cargada de expectativas y vivencias se cruzan durante algún tiempo, me generan dudas muy variadas, reflexiones sobre mi trabajo y a lo que me dedico y preguntas sobre lo que le pasará al grupo al salir por la puerta: ¿les servirá?, ¿habrán aprendido algo?, ¿les habré contagiado con el maravilloso mal de la curiosidad? Y la verdad, aunque me gustaría pensar que van a sacar un montón de ideas de lo que les cuento,  sé que “soy yo y mis circunstancias” y eso se aplica a tod@s y cada un@ de nosotr@s.

Hoy he impartido una charla de movilidad para el grupo de PICE (Garantía Juvenil) de la Cámara de Comercio de Oviedo, y me traigo una pequeña reflexión. Digo pequeña porque no tengo grandes pretensiones, pero realmente ha sido potente, pues no he logrado sacármela de la cabeza y me siento en la necesidad de compartirla con más gente. En cierto momento de la charla, me dí cuenta de que no todas las personas que me estaban escuchando en la sala, estaban realmente interesadas en la movilidad, así que pregunté quiénes del grupo se veían trabajando/viviendo fuera. Llevo desde el 2008 haciendo esta pregunta, y es muy notorio cómo ha cambiado la respuesta de la gente: al principio parecías raro, ya solo por preguntarlo, ahora cada vez más a menudo el 80 o el 90% de un aula te dice que no lo descartan. Es por eso que me sorprendió que tan solo 3 personas de 10 lo tuvieran claro. Dos personas comentaron que primero lo intentarían aquí y “si todo fallaba”, se irían. Aquí llega mi reflexión: cuál es el límite?

Entiendo y acepto, sin lugar a dudas, que quedarse aquí es una opción más que válida. Yo me marché y volví, me fui de nuevo y regresé… fue mi opción y ni es la única, ni es la mejor. Pero, cuando una persona se plantea esperar a que “todo” falle, qué está dispuesta a aceptar?: aceptaremos números más altos de desempleo, contratos basura, que nos ninguneen incluso más, que no se respeten nuestros derechos, que se le siga poniendo precio a la educación, que las universidades se vacíen, que los módulos se colapsen, que 1000 personas se presenten a 2 plazas, que hagamos cola en el paro con nuestra madre porque no hay trabajo para nadie, que los fondos lleguen tarde, que las subvenciones se malversen, que el “enchufismo” siga vigente… ¿dónde está el límite?

Nuestro papel como educador@s, formador@s, acompañantes, monitor@s, o cualquiera que sea nuestro papel junto a la juventud es el de avisar, y prevenir esta inflacción en la que estamos cayendo, esta pasividad con la que nuestr@s jóvenes ven la vida, como si ya viniera todo dado, como si sólo estuviéramos de paso en nuestra propia vida. Subir a un estrado, a una tarima, o sentarnos en el suelo con nuestros grupos implica hablarles de lo que viene, de su rol, de la necesidad de una reacción a esta acción tan virulenta que siempre va en nuestra contra. Y sea cual sea la opción, sea aquí o en cualquier otro lugar del mundo, hablar de límites y establecerlos, saber dónde queremos llegar y qué significa la dignidad de las personas, muy por encima de contenidos teóricos y objetivos pedagógicos. Porque cuando las personas olvidan cuales son sus derechos (y deberes) es hora de poner límites.

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