Envidia

19/04/2016
by rebeca.soignie

Hace mucho tiempo que decidí que las oposiciones no estaban hechas para mí, que la vida tenía muchos  platos que probar como para quedarse sólo en los entrantes o los postres, que a veces los caminos no son tan rectos como nos los pintan desde la orientación laboral o las tutorías. Hace años que no sé a qué me dedico, que explicar lo que hago no se puede resumir en dos líneas, que mis estudios no se corresponden con mi día a día pese a que confío en ser una buena profesional.

El camino marcado no me es ajeno, tengo compañeras y amigas que consiguieron perseguir sus sueños y ahora disfrutan de plazas sin fecha de caducidad, y aunque siento un poquito de envidia, creo que no es un trabajo para mí, sobretodo por el esfuerzo y la dedicación que requiere. Tan solo pensar en pasar más de un año encerrada estudiando un temario me genera una claustrofobia enorme.

Mi trabajo empieza a las 10, es lo único que os puedo decir. Sí, no madrugo, la verdad, pero tampoco sé cuándo termino. Todos aquí tenemos agendas que cada enero nos prometemos mantener al día, nos marcamos como objetivo del año acordarnos de apuntar las cosas, nos coordinamos con un calendario de google en el que siempre hay algo que se cuela, intentamos hacer una previsión de trabajo que nos ayude cuando los organismos o las entidades nos llaman pidiendo algo “para ayer”.

La semana pasada tenía que dedicar dos días para cerrar una propuesta de proyecto, algo bastante grande que permitiera mantener una contratación más de tres meses. En mi total dedicación ayudé a gestionar un proyecto de otra entidad, di información del Servicio Voluntario Europeo, ayudé a programar actividades culturales para los siguientes meses, hice seguimiento de prácticas y me reuní con un curso de Director/a de Ocio y Tiempo libre para darles mi visión de las cosas. Ese es el día a día, y no solo el mío.

Es el día a día de las entidades sociales, entidades a las que se les pide que consigan los Objetivos del Milenio y salven el mundo (de paso) por el módico precio de 400€ (a veces gastamos más en labores administrativas de lo que lo que realmente nos dan), organizaciones que no pueden decir “no” a nada porque eso significaría que dejen de contar contigo, que aceptan que te paguen “cuando llegue el dinero”, que no saben hasta cuándo mantener a sus empleados/as y para las que sobrevivir se convierte en objetivo específico de sus acciones.

Hoy he ido a un servicio de la administración, y he “disfrutado” (así, entre comillas, porque ha sido como esos pellejitos que te molestan pero no dejas de tocar) del “dolce far niente”. Un espacio que se gestiona con números, como la carnicería, en el que hay cinco personas para un servicio, que entre atención y atención hablan de lo que pasó ayer en el reallity de turno, que no se llevan nada a casa al acabar su trabajo y a pesar de no ser mi camino, ni mi plato en la vida, he sentido la más auténtica y genuina ENVIDIA.

Y aunque se me ha pasado pronto, porque he pensado en las cosas buenas: ver crecer a las personas, descubrir a verdaderos/as resilientes que se convierten en compañeros/as de batallas, tener libertad de propuesta, absoluta autonomía en la gestión, albedrío en los temas de trabajo, reconocimiento, respeto por la individualidad, espontaneidad en las propuestas, ausencia de ataduras, autodeterminación, desarrollo personal, formación constante… por una milésima de segundo, todos estos sinónimos se apartaron para dejar pasar a la rotunda envidia. Y es que el mundo está muy mal repartido, y en este mundo nuestro, el social, nos llevamos la palma.

 

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